Primary Sources: Bernardino Vazquez de Tapia

Bernardino Vazquez de Tapia was a conquistador who accompanied Hernan Cortes to Tenochtitlan where he participated in the conquest. He wrote his version of events later in his life and may have been influenced by earlier editions. What’s unique about his account is he was sent to Texcoco, and accounts for this trip in his narrative. His brief mention of the Cholula Massacre seems to hint at his shame in participating. The style he writes in matches that of Andres de Tapia, Cortes and Aguilar, narratives written to illustrate their heroic acts.

Cover page for Bernardino Vazquez de Tapia's account of the Conquest.
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Spanish version:

Relación de méritos y servicios del conquistador Bernardino Vázquez de Tapia

Ilustrísimo señor:

Bernardino Vázquez de Tapia, vecino y regidor de esta gran ciudad de Tenuxtitlán México, advirtiendo lo mandado por vuestra ilustrísima señoría, digo que yo soy natural de Oropesa, aunque pocas veces he estado en ella, y soy hijo de Pedro Sánchez Vázquez, hermano del doctor Pedro Vázquez de Oropesa, catedrático en Salamanca, y de Marina Alfonsa de Balboa, hermana de don Francisco Álvarez, abad de Toro, inquisidor en reinos y otras provincias y ciudades muchos años; con los cuales dichos mis tíos yo me crie por faltarme mis padres, todos los cuales y mis hermanos y mis abuelos y otros deudos sirvieron mucho a la Corona Real.
Pasé a las Indias con el gobernador Pedro Arias de Ávila, año de quinientos y trece años. Y fuimos a la costa de la tierra firme, en aquella parte que se llama Castilla del Oro, adonde yo estuve dos años y medio, poco más o menos; y en el camino y en la dicha tierra, en entradas y costas que me fueron mandadas por el dicho gobernador y capitán en servicio de su majestad, yo pasé muchos peligros y trabajos, sin recibir sueldo ni acostamiento ninguno.
Ítem. Después de lo dicho, yo vine a la isla Fernandina, que por otro nombre se llama Cupa, adonde serví en algunas entradas que hicieron contra gente alzada que había en algunas partes, y el gobernador della, don Diego Velázquez, por mi persona y servicios, me dio y encomendó pueblos e indios de que me aprovechase y para que me sirviesen.
(Expedición de Grijalva)
Después de lo dicho, el año de quinientos y diez y siete, embiando el dicho gobernador don Diego Velázquez a su sobrino, el capitán Juan de Grijalva, con cuatro navíos de armada, en servicio de su majestad, a descubrir islas o tierra nueva, yo fui en la dicha armada por alférez general de toda la gente y armada; y de aquel camino descubrimos la isla de Cozumel, y le pusimos por nombre la isla de Santa Cruz, porque aquel día la descubrimos; y la costa de Yucatán, por la parte del sur, hasta la bahía de Ascensión, que así le pusimos nombre; y de allí, tornamos costeando la dicha costa, en la cual y en la dicha isla de Cozumel, vimos grandes pueblos y edificios de piedra. Después, costeamos la costa del sueste y del este y del norte, hasta un gran pueblo que está en la costa, que se llamaba Campeche, en el cual desembarcamos, y los naturales nos dieron una batalla, en la cual estuvimos en harto peligro de perder las vidas, y el capitán salió mal herido y todos los más que allí estábamos, y muerto un gentilhombre soldado. Y salidos de aquel peligro, hallamos otro tan grande que fue que, queriéndonos recoger a los navíos, había menguado tanto la mar, que los había dejado casi en seco y trastornado y de lodo henchidos, que no pensamos que de allí salieran sino hechos pedazos, y que nos quedáramos allí aislados y perdidos. Después, salidos de allí, quedó un navío mal acondicionado y que se iba a fondo, y buscando puerto a donde le adobar, llegamos a uno que le pusimos nombre Puerto Deseado, adonde estuvimos algunos días, y el dicho navío se adobó.
Después yendo más adelante, descubrimos tierra de la Nueva España, y llegamos al río grande de Tabasco, al cual pusimos nombre el río de Grijalva, y entramos en los navíos en el río y vimos el pueblo de Tabasco, adonde saltamos en tierra y se tomó posesión en nombre de su majestad. Después, fuimos por la costa adelante, viendo la tierra de la Nueva España, hasta llegar a isla de Sacrificios y el puerto de San Juan de Ulúa, adonde desembarcamos y estuvimos muchos días, y tuvimos noticia de la gran ciudad de México y de otras ciudades y provincias de esta tierra y de la bondad y riqueza della. Y de allí partimos adelante, descubriendo hasta el puerto de la Villa Rica; y de allí, fuimos por la costa y vimos un pueblo grande, que pusimos nombre Almería, y de allí, descubrimos un río grande, que pusimos San Pedro y San Pablo, de donde salieron más de treinta canoas. Y porque llegados allí, se nos acababan los bastimentos, y las corrientes de la mar iban muy recias adelante, y los pilotos y marineros temieron que las corrientes nos metiesen en parte que no pudiésemos tornar y pereciésemos de hambre, persuadieron a dicho capitán Juan de Grijalva que nos volviésemos, y ansí lo hicimos dende el dicho río, habiendo estado y saltado en muchas partes de la dicha tierra y tomado la posesión della por su majestad y en su nombre. Y todas las veces que habíamos de salir en tierra, era yo el primero que salía con la bandera y mis compañeros de la bandera, y ansí en lo dicho del dicho descubrimiento, como en la vuelta, pasamos muchos peligros, y trabajamos así en la mar como en la tierra, porque muchas veces, yendo navegando, dimos en bajíos con los navíos y en peñas, y algunas veces se quebraron tablas de abajo y nos íbamos a fondo y vimos en mucho peligro; y otras veces, a falta de bastimentos y de agua, pasamos grave hambre y sed y, queriéndola remediar, llegamos a la tierra y saltamos en ella, adonde hallamos mucha cantidad de indios de guerra que nos tenían echadas celadas; y estuvimos a punto de perder las vidas; y plugo a Dios que los desbaratásemos y tomásemos agua, y en unos maizales que topamos, cogimos muchas cargas de mazorcas de maíz, con las cuales socorrimos la hambre. Y con estos trabajos y peligros, plugo a Dios que volvimos arriba; en todo lo cual, y en todo el dicho descubrimiento, yo me hallé, como dicho tengo, siendo alférez general.
Después de lo dicho, al cabo del año de quinientos y diez y ocho, yo volví en el armada, en que vino el marqués del Valle por capitán general, o mayor, a conquistar y poblar esta tierra, y venimos a la isla de Cozumel y la conquistamos y pacificamos. Y estando allí, se cobró Jerónimo de Aguilar, español que había mucho tiempo que estaba en Yucatán, de la parte del sur, en poder de los indios, el cual hizo mucho provecho, por saber la lengua de aquella tierra; y después salimos de la isla de Cozumel y fuimos costeando la costa de Yucatán y salimos a tierra en algunas partes, y llegamos al río de Grijalva y entramos en él con los navíos, y salimos en tierra y, aunque el dicho marqués hizo muchos apercibimientos y requirimientos a los del pueblo de Tabasco, que estaba muy cerca de donde estábamos en tierra, para que le dejasen con su voluntad entrar en el dicho pueblo, para descansar y tomar agua, y si le diesen bastimentos se los pagaría, no aprovechó porque el pueblo no se podía entrar sino por mar y teníanle tan fortalecido que pensaron que no les podíamos entrar; y con esto estaban tan soberbios, que dijeron al marqués que tenía muchas palabras como mujer, que dejase las palabras y obrase con las manos, como hombre. El marqués, corrido de aquellas palabras y que nos tenían en la playa adonde enterraban los muertos, tuvo manera cómo por un monte, bien espeso y de muchos esteros y ciénegas, buscó camino que fuese por tierra al dicho pueblo, e hizo armar los bateles y barcas de los navíos y meter la mitad de la gente en los bateles, y envió la otra mitad por el camino que habían hallado antes que amaneciese, y con la artillería que iba en los bateles diose batalla al pueblo y con muchas ballestas y escopetas, pero ellos estaban tan fuertes, que peleaban defendiéndose con tantas maneras de armas, que hasta que la otra gente sintieron por las espaldas, no los podimos entrar. Después de entrádoles el pueblo, tuvimos otras dos batallas muy recias con ellos y nos tuvieron en punto de nos matar, y corriéramos gran peligro si no fuera por los caballos que sacaron de los navíos; y que aquí se vio un gran milagro, que, estando en gran peligro en la batalla, se vio andar peleando uno de un caballo blanco, a cuya causa se desbarataron los indios, el cual caballo no había entre los que traíamos. En fin, los vencimos y vivieron en paz y trajeron presentes y dieron la obediencia a su majestad; y en ciertas indias, que dieron de presente, dieron una que sabía la lengua de la Nueva España y la de la tierra de Yucatán, adonde había estado Jerónimo de Aguilar, el español que dije; y después que se entendieron, fueron los intérpretes para todo lo que se hizo. Y en este pueblo de Tabasco, el dicho marqués señaló y nombró oficiales para que mirasen y tuviesen cargo de lo que perteneciese al interese de su majestad y entre ellos fui yo nombrado por factor de su majestad. Después, dejando aquello pacífico, pasamos adelante y llegamos al puerto de San Juan de Ulúa, adonde desembarcamos y comenzamos a pacificar los pueblos de aquella comarca, que estaban cerca de la mar, con los cuales tuvimos muchas guerras, hasta que los pacificamos, en las cuales y en las de antes, en Tabasco y Cozumel y otras partes, yo serví teniendo cargo de gente. Después, el dicho marqués acordó de asentar y poblar la tierra en nombre de su majestad y hacer pueblos y señalar alcaldes y regidores, y los señaló y nombró, y señaló a mí por uno de los regidores, y como tal regidor, de los primeros y del primer pueblo que se hizo, que se llamó la Villa Rica, y como factor y oficial de su majestad, fui uno de los que fueron en que se imbiasen mensajeros y procuradores a su majestad, haciéndole saber lo que se había hecho en la tierra y cómo estaba poblada en nombre de su majestad. Y fueron Puerto Carrero y el adelantado don Francisco Montejo.
(Marcha a Tenochtitlan)
Después de lo dicho, el dicho marqués quiso entrar la tierra adentro y dejando el pueblo bien poblado de gente para que estuviese segura la tierra de la comarca, con trescientos hombres de a pie de los más valientes y trece de a caballo, entró la tierra adentro, hasta llegar a entrar en la gran ciudad de Tenuxtitlán México, de los cuales trece de a caballo yo fui uno, y por todo el camino, hasta llegar a los primeros pueblos sujetos a Tlaxcala, cuatro leguas de la ciudad y cabeza de la dicha provincia de Tlaxcala, pasamos hartos trabajos y peligros a causa de no saber la tierra; y en reencuentros con indios de guerra y a causa de no hallar de comer, que pasamos mucha hambre.
(Tlaxcala)
Pero llegados a la tierra y pueblos de Tlaxcala, se nos doblaron los trabajos y peligros, porque llegados allí, menos de veinte indios de guerra, que topamos, que los ejércitos de Tlaxcala habían imbiado por espías o descubridores, quiriéndolos prender y tomar vivos para saber la lengua dellos, nos mataron dos caballos e hirieron otros y algunos de los españoles de a caballo. Y luego llegó un escuadrón de más de veinte mil hombres bien aderezados y armados. Y en llegando, sin aguardar momento, se metieron entre nosotros como perros, que nos pusieron en harto trabajo y peligro; y plugo a Dios Nuestro Señor que matamos al capitán general dellos, después de haber peleado más de dos horas y tenerlos vencidos; y muerto le tomaron en los hombros y se fueron y nos dejaron, que no poco alabamos a Dios por nos haber dejado, que estábamos en harto peligro. Y todos los caballos, o los más, quedaron heridos y muchos de nosotros, sin saber remedio de cura ni con qué curarse, los caballos ni nosotros, ni qué comer, aunque habíamos bien trabajado, y dormimos en aquel campo con harto cuidado. Otro día de mañana, salimos sujetos a Tlaxcala y, aunque era bien de mañana, dos horas después de salido el sol, comenzamos a topar tanta gente de guerra armada, que cubrían los campos, y comiénzannos a cercar por todas partes; y queriéndolos hablar el marqués a algunos de los capitanes para les hacer sus requerimientos y protestaciones, no quisieron escuchar, y un capitán de aquéllos comenzó a deshonrar a ciertos indios de Cempoala, que allí estaban que iban con nosotros, diciéndoles que eran traidores y bellacos, porque venían con nosotros y nos guiaban. Uno de Cempoala le respondió diciendo que más traidores eran ellos, porque, sin les hacer mal, salían armados de guerra contra nosotros, y sobre esto se desataron y se fue el uno para el otro con sus espadas y rodelas y otras armas y se dieron tantos golpes, hasta que el nuestro de Cempoala derribó al otro y le comenzó a cortar la cabeza, que no por poca buena señal lo tuvimos y nos fue causa de aumentar los ánimos. Luego, los enemigos arremetieron a socorrer su capitán; otros dieron en nosotros y nos cercaron como al toro en el coso, y dándonos tanta priesa por todas partes que no nos pudíamos valer, y nos pusieron en mucho peligro, hasta que los de a caballo rompimos por una parte, por donde les hicimos hacer lugar, aunque era tanta la gente, que por cualquier parte había, que no teníamos tiempo de resollar. Y ansí peleamos todo aquel día, hasta la tarde que, andando peleando, vimos una torre, que era casa de sus ídolos, y el marqués mandó que fuésemos a ella, aunque en el camino no nos faltó gente con quien pelear, y ella estaba llena de gente de guerra. Se la ganamos y en la dicha torre se aposentó el dicho marqués y asentamos el real alrededor de la torre y en algunas casas que allí estaban y llegamos tales que bien habíamos menester descansar y comer, si tuviéramos qué comer. En este lugar estuvimos más de treinta días, que cada día venían sobre nosotros sobre ochenta mil hombres, y todos los más de los días nos pusieron en gran peligro, porque los de a caballo salíamos a pelear con ellos al campo y la gente de a pie peleaba en el real y a la redonda dél; y algunas veces vinieron de noche sobre nosotros, diciendo que de noche no verían los caballos y no habiendo caballos, de la gente de a pie no hacían mucho caso. Y como la primera vez que vinieron de noche salimos dos de a caballo al campo dellos, cobraron gran temor y huyeron, y visto aquello mandó el marqués que saliésemos de noche; y entrábamos en pueblos grandes y poníamosles fuego, y como estaban descuidados, hacíamosles mucho daño, y haciéndoles la guerra desta manera, como teníamos muchos trabajos y peligros, algunos hombres principales aconsejaron al marqués que se volviese a la mar, porque veían la costa en términos que todos habíamos de morir allí; y el marqués dijo que antes quería morir que volver un pie atrás. En fin, que plugo a Dios Nuestro Señor que, como se vieron fatigados, empezaron a hablar en paces y conciertos. En esta sazón, llegaron allí mensajeros de esta gran ciudad de México y de Montezuma, diciendo que iban por su mandado, porque había sabido la guerra que nos daban y que nos habían muerto ciertos caballos y habían herido a muchos de nosotros y tratádonos mal, de lo cual le había pesado a Montezuma, y los imbiaba para que, si habíamos menester algo, y si querían, que embiase gente de guerra en nuestro favor. El marqués y todos nos holgamos con aquel mensaje, por el peligro y trabajo en que habíamos estado, del cual aún no estábamos libres y, aunque aquellos mensajeros más vinieron por tomar aviso de qué gente éramos y lo que hacíamos y cómo nos iba con los de Tlaxcala, todavía holgamos con su venida.
Y a causa de los dichos mensajeros, tomó ocasión el marqués de desear imbiar mensajeros a Montezuma, porque le pareció le convenía mucho y era muy necesario, así por asegurar a Montezuma, como porque los que fuesen, viesen y supiesen la tierra y los caminos y las ciudades y pueblos que había, y para que trajesen aviso y relación de lo que viesen. Estando el marqués en este deseo, dijo algunas veces en público, que si allí tuviera dos hijos y dos hermanos que mucho quisiera, los enviara por mensajeros a Montezuma.

(Expedición de Alvarado y de Tapia)
Entendiendo el deseo del dicho marqués, yo me ofrecí de ir, el cual me lo agradeció mucho y aceptó mi ofrecimiento. Después, se ofreció también para ir don Pedro de Alvarado, y acordó el marqués que fuésemos ambos y dionos instrucción de lo que habíamos de hacer, y presentes de cosas de Castilla, para que diésemos a Montezuma. Y aunque ambos teníamos caballos, nos mandó los dejásemos y que fuésemos a pie, porque, si nos matasen, no se perdiesen, que se estima un caballero a caballo más de trescientos peones. Salimos del real para ir nuestro camino, por donde los mensajeros de Montezuma nos llevaban, y fuimos a la ciudad de Tlaxcala que, como ya se trataban las paces, podimos ir seguros. Los de la ciudad de Tlaxcala, como vieron y supieron que íbamos por mensajeros de Montezuma, como ellos eran grandes enemigos suyos, parecioles que con nuestra ida Montezuma y los de su reino se habían de hacer nuestros amigos y, siendo ellos y nosotros amigos, ellos serían destruidos. Acordaron de remediarse con matarnos y, para que no pareciese que ellos nos habían muerto, ordenaron una cautela que fue de esta manera: nosotros habíamos de ir desde Tlaxcala a la ciudad de Cholula, que por allí nos llevaban; los de Cholula eran amigos y aliados de Montezuma y de los de su reino y los de Tlaxcala y los de Cholula grandes enemigos y cada día peleaban los unos con los otros; aparejaron los de Tlaxcala mucha gente de guerra armada y pónenla a propósito, y pasados nosotros, yendo por nuestro camino, en un río que está entre montañas de Tlaxcala y Cholula, que iba muy crecido, nos encubrieron una puente que tenía y nos hicieron pasar por el río, en el cual paso nos quisieron ahogar, sino que los de Montezuma, que iban con nosotros, lo entendieron y lo estorbaron. Después, yendo nuestro camino, ya que llegábamos cerca de los términos de Cholula, pareció mucha gente de guerra por la una parte y por la otra del camino, y comienzan a gritar y dar señales de guerra. Los de Cholula, que estaban en sus pueblos y labranzas luego acudieron con sus armas y comenzaron a pelear los unos con los otros y su intento y presupuesto de los de Tlaxcala era, peleando con los de Cholula, matarnos a nosotros y echar fama y decir que los de Cholula nos habían muerto en su tierra. Los mensajeros de Montezuma entendieron la traición y despachan mensajeros, volviendo a los de Cholula a avisarlos que veníamos allí, y con gran brevedad saliese mucha gente para estorbar que los de Tlaxcala no nos matasen. Los mensajeros volvieron y dieron aviso, y los que iban con nosotros de Montezuma nos persuadían que anduviésemos mucho, y ansí aguijábamos todo lo que podíamos, y de que no corríamos tanto como ellos querían, nos echaban mano por las muñecas y nos hacían correr más de lo que podíamos, en el cual instante ya había salido mucha gente y peleaban muy recio por todas partes y se venían llegando a nosotros, para ejecutar su maldad, que en no poco peligro estábamos. Plugo a Dios que vimos venir, por el camino de Cholula, dos escuadrones de gente corriendo a gran priesa, sin cuidar de los que peleaban, y desde que llegaron a nosotros, abriéronse y tomáronnos enmedio, y ansí nos salvamos. Y nos llevaron hasta Cholula y los otros se quedaron peleando, burlados en salirles al revés su traición. Desde Cholula nos llevaron a Guaquichula y porque los de Guaquichula eran amigos y confederados de los de Tlaxcala, y habíamos de ir por mucha parte de tierra y pueblos de Guajotzingo, de temor que nos saliese a nosotros y nos matasen, los de Montezuma, que iban con nosotros, dejaron el camino y sin vereda nos llevaron atravesando y rodeando por unos montes y sierras, que con muy gran trabajo llegamos a Guaquichula. De allí nos llevaron a Tochimilco, el pueblo que era de Juan Rodríguez de Ocaña; de allí a Tetela, pueblo que era de Pedro Sánchez; de allí a Tenantepeque, pueblo de Francisco de Solís; de allí a Ocuituco, pueblo que era del señor obispo de México; de allí a Sumiltepeque, pueblo que era de Escobar; de allí a Chimaloacán; y de allí a Amecameca; y de allí a Tezcuco, a donde Montezuma imbió siete señores, entre los cuales fue su hijo Chimalpopoca, y un hermano que fue el que comenzó la guerra y otros, y dijéronnos que Montezuma estaba malo y en una ciudad cercada de agua, que ni podíamos entrar en él ni verle sin gran peligro nuestro; que nos volviésemos, y que allí entre ellos venían tres señores, que irían con nosotros a hablar al capitán. Y viendo aquello que era por demás porfiar, nos volvimos por el mismo camino. Bien creo yo, vino allí Montezuma a nos ver. En este camino pasamos hartos trabajos y peligros y aprovechó mucho nuestra venida, porque por el mismo camino que nos llevaron a nosotros, porfiaban después que no sabían otro camino para México, y que por allí habían de ir el marqués y nosotros, cuando fuésemos a México; y si ansí fuera, nos pusiéramos en gran peligro, por ser el más mal camino y más peligroso de ramblas y quebradas hondas, que se bajaban por escaleras y tornaban a subir por ellas; y aquellos pasos tan hondos, que veinte indios bastaban para defender un paso y matarnos a todos. Llegamos a Tlaxcala y hallamos al marqués y a toda la gente, que ya se habían concertado y hecho paces; dímosle cuenta de nuestro camino y pesole, porque no nos habían dejado llegar a México. Y los embajadores a Montezuma, que vinieron con nosotros, dieron su embajada y dijéronle que Montezuma quería ser su amigo, porque estaba malo y en una ciudad cercada de agua, que no se podía entrar a ella y en una tierra muy estéril que no había qué comer; que le rogaba no fuese allá. Al marqués le pesó desto, mientras más inconvenientes le ponían, más gana tenía de pasar adelante y ver a México; y así, después que tuvo asentadas las cosas de Tlaxcala y puestas en orden y concierto, partimos de Tlaxcala para ir a Cholula y, siendo una jornada pequeña que se podía andar en menos de un día y aun en poco más de medio, nos hicieron dormir aquella noche en el campo, y vimos que los de Cholula andaban de mal arte, y los caminos muy buenos, que vimos don Pedro de Alvarado y yo cuando fuimos y venimos por allí, los tenían atapados y abiertos otros de nuevo, muy bellacos. Fuimos a Cholula y lleváronnos a aposentar en unos aposentos muy bellacos y todos caídos, habiéndonos aposentado a don Pedro de Alvarado y a mí en otros aposentos muy buenos; lo cual le dijimos al marqués, y no quiso posar allí, sino en los aposentos en donde nosotros habíamos posado, lo cual los de Cholula aceptaron de mala gana, y ni nos querían dar de comer, ni maíz para los caballos, sino toda la gente de mal arte. Y como el marqués vio todas estas cosas, temió de alguna traición y mandó que toda la gente estuviese muy apercibida, y andando con gran aviso inquiriendo, supo que allí cerca de Cholula, estaba una guarnición de gente de México y, ratificado dello, determinó, que antes que nos tomasen durmiendo, de dar en los unos y en los otros, y así lo hice, aunque no con poco peligro nuestro. Y ansí se hizo con ayuda de los de Tlaxcala, que estaban en nuestro favor, por las amistades que habían hecho con nosotros, y se destruyó la ciudad de Cholula, aunque presto se tornó a redificar y poblar. Desde Cholula se procuró el mejor camino que había para México, porque don Pedro de Alvarado e yo le informamos no le convenía ir por donde nosotros fuimos; y en fin, nos encaminaron para que fuésemos por un camino, que va entre el volcán y la sierra nevada, y ansí fuimos, el día que salimos de Cholula, a un poblezuelo en tierra de Guajotzingo, que llamaron los Ranchos; y otro día subimos en lo alto de la sierra, entre montañas de volcán y la sierra nevada y aquí, aquella noche, se sintió gente de guerra y temimos que querían dar en nosotros. Otro día, bajamos la sierra y llegamos a Amecameca, a donde estuvimos dos o tres días; de allí, a otro día, fuimos a Tulcingo, y, otro día, fuimos a hora de comer, a Netlavaca, a donde, queriéndonos dar de comer, miró el marqués y consideró que, para entrar en aquel pueblo, habíamos entrado por muchas puentes y, para salir de él, habíamos de salir por otras tantas, y que quitado y derribado una o dos de una parte y otras dos de otra, nos dejaran allí aislados y nos pudieran matar, como se dijo que los indios lo tenían determinado de hacer mientras comiésemos; determinó que luego, sin comer, saliésemos, y ansí se hizo y venimos a dormir a Ixtapalapa, a donde también hubo grandes indicios y señales que nos querían matar, sino que no osaron acometer, porque Dios Nuestro Señor lo permitía y porque nosotros teníamos gran vela, aviso y recado.

(Tenochtitlan)
Otro día, entramos en México y estuvimos en él ocho meses, poco más o menos, hasta la venida de Pánfilo de Narváez, en el cual tiempo pasaron grandes cosas que, por no alargar, las dejo; y llegado a la tierra, tuvo necesidad el marqués de dejar la ciudad a se ir a ver con el dicho Narváez y dejando en ella a don Pedro de Alvarado y los oficiales del rey, de los cuales yo era uno, y otros ciento y treinta hombres para guarda de la ciudad y de Montezuma y de los tesoros de su majestad que se habían recogido. Estando el dicho marqués en la costa de la mar, en contienda con el dicho Narváez, se alzó la ciudad y todos los de la comarca y vinieron sobre nosotros y nos dieron muy cruel guerra, en la que mataron algunos españoles y hirieron a todos los demás que estábamos. Y nos tuvieron cercados muchos días en mucho trabajo y peligro. Y un día, dándonos un combate muy recio y que nos tenían puestos en gran peligro, porque nos entraban por muchas partes y nos habían quemado las puertas del fuerte a donde estábamos, y estando todos cansados y heridos, que no les faltaba sino entrar y cortarnos las cabezas a todos, pusieron fuego a la puerta; y súbitamente se apartaron y nos dejaron sin pelear más, lo cual fue gran descanso para nosotros, porque ya no hacíamos caso de las vidas e hicimos cuenta que nos las daban. Y preguntando después a indios principales, que eran capitanes, cómo nos habían dejado, tiniéndonos en tanto aprieto y peligro, dijeron que, en aquella sazón, que nos entraban y tenían en tanto trabajo, vieron una mujer de Castilla, muy linda y que resplandecía como el sol, y que les echaba puñados de tierra en los ojos y, como vieron cosa tan extraña, se apartaron y huyeron y se fueron y nos dejaron. Ansí estuvimos, hasta que volvió el marqués, con harto trabajo y necesidad de comer, porque ni nos lo daban, ni lo osábamos salir a buscar ni comprar.
Venido el marqués, con la gente que había llevado y otra muy mucha de la que trajo Narváez, y muchos caballos y mucha artillería, en entrando en esta ciudad luego a otro día, se tornaron a levantar los indios y dar cruel guerra, y en los primeros reencuentros, aunque murieron muchos indios, murieron y mataron algunos españoles y caballos y pusiéronnos fuego a la fortaleza y aposento a donde estábamos, que ardió dos días sin lo poder apagar; y teníamos hambre y padecíamos gran necesidad de bastimentos para comer y, aunque hicieron muchos ardides de guerra y muchos y infinitos para ofender, los indios y los españoles lo hacían muy bien, peleando valientemente, todo no aprovechaba nada;

(Muerte de Moctezuma)
el marqués acordó de rogar a Montezuma, que estaba en nuestra compañía y aposento, que hablase a su gente y vasallos, que dejasen aquella guerra y porfía, que habían tomado, porque tenía lástima que muriesen tantos dellos y le pesaba mucho, porque no había gana les matasen ni les hiciesen mal. El Montezuma dijo al marqués que le tenía en mucho aquella voluntad y él de muy buena gana los hablaría; y luego fue, para desde unas azuteas, a hablarlos, y el marqués le encomendó a ciertos caballeros para que mirasen por él y le arrodelasen, para que desde abajo no le diesen con alguna flecha, o con algún dardo, o alguna pedrada con honda, que todo lo tiraban; y aunque los que fueron con el dicho Montezuma tuvieron gran cuidado de lo que el dicho marqués les había mandado, como llegaron con el dicho Montezuma del pretil de la azutea, y él comenzó a dar voces para que le escucharan, ni le oyeron ni le entendieron, como había gran número de gente; y como vieron aquella cantidad de gente en la dicha azutea, todos enderezaron sus tiros allí a la gente, y por mucho que guardaron al dicho Montezuma, no pudieron tanto que no le dieran con una piedra, tirada con honda, en medio de la frente, que luego se sintió mortal. Llevado a su aposento, sabido por el marqués, le pesó en gran manera y le vino luego a ver y hacer curar y le consoló mucho, dándole a entender cuánta pena tenía de su mal. Montezuma le dio las gracias y le dijo al marqués que no tuviese pena, ni tomasen trabajo de le curar, que él estaba mortalmente herido y no podía vivir y él se moría presto; que pedía por merced al marqués favoreciese y mirase por su hijo Chimalpopoca, que aquél era su heredero y el que había de ser Señor, y le suplicaba que los servicios y buenas obras que le había hecho, se las pagase haciendo bien y favoreciendo a su hijo. El marqués se lo prometió, diciendo que no sería menester, que Dios le daría salud y a él y a su hijo pagaría Él las buenas obras que a él y a los españoles había hecho y los servicios que a su majestad, y buena voluntad que había mostrado. Dende a dos o tres días, se murió; y como el marqués y todos estábamos tan ocupados en la guerra, no se tuvo acuerdo e hízose un gran desatino inconsiderado, y fue que, habiéndose de encubrir la muerte de Montezuma, le metieron en un costal y le dieron a unos indios, de los que servían a Montezuma, que le llevasen; al cual, como la gente de guerra le vio, creyeron que nosotros le habíamos muerto, y aquella noche todos hicieron grandes llantos y con grandes cirimonias quemaron el cuerpo e hicieron sus obsequias; pero otro día dende adelante, si con gran furia peleaban, muy más recio y crudamente peleaban dende adelante, tanto que viendo el marqués su pertinacia, procuró hablar con ellos; y no quisieron aceptar ningún partido, sino dijéronle que hasta matarnos a todos no habían de parar, y aunque muriesen ochocientos dellos por matar uno de nosotros, nos acabaríamos nosotros primero de ellos, y esto supiésemos.

(Departiendo Tenochtitlan)
Visto el marqués cuánto habíamos hecho los días que había que peleábamos, y cuán apretados estábamos y con cuánto peligro y con cuánta hambre y falta de comida, acordó de dejar la ciudad y salirse al campo; y mandó hacer unas puentes levadizas de madera, para pasar ciertas partes de ríos, que los indios habían derribado, y por salir más seguros, mandó que saliésemos una noche, a la media noche. Aunque los indios reposaban, no estaban tan sin cuidado, que luego no fuesen con nosotros y, unos en canoas por el agua y otros por tierra, empezaron a dar en nosotros, que, como era de noche, era cosa de lástima y de grima lo que pasaba, que se veía o oía de los que morían. Y a tres o cuatro horas del día llegamos a una torre de ídolos, dos leguas de México, que se llamó Santa María de los Remedios, y el marqués y los que escapamos, todos heridos y tan cansados y muertos de pelear, casi, como los que murieron. Mandó el marqués hacer alarde y memoria de los que escaparon y estaban allí; halláronse cuatrocientos y veinticinco hombres y veinte y tres caballos, todos heridos. Había en México, con la gente que el marqués había traído, más de mil o mil y ciento hombres y más de ochenta caballos. Todos los demás murieron, sin que en otras partes y por los caminos mataron otra mucha cantidad de gente. Viendo del marqués la mucha gente y caballos que había perdido y cómo los que quedaron todos estaban heridos, acordó de tomar el camino para Tlaxcala, porque los había dejado por amigos, y ansí lo habían mostrado. Y en aquella guerra se habían hallado dos o tres mil dellos, que habían venido con el marqués y habían muerto mucha cantidad, o casi todos ellos; y también murió el hijo de Montezuma y dos hijas y mucha cantidad de indios de servicio, e indias que estaban con los españoles; y se perdieron todos los tesoros y riquezas de su majestad y de los españoles, que se habían habido en el tiempo que habíamos estado en la tierra.
Salimos de allí otro día, dos horas antes que amaneciese, y aunque mucho madrugamos, luego topamos con gente de guerra de los indios, que luego comenzaron a nos cercar y venir par de nosotros, y como todos íbamos heridos y tan quebrantados y medrosos de los días pasados, si mucho nos apretaran, creo nos desbarataran y mataran a todos, por dicho y por ser de noche, y ansí, no se pasó día, de más de diez o doce que tardamos en llegar a Tlaxcala, que no hubiese gran número de gente sobre nosotros, que muchos días nos tuvieron cercados y a punto de ser perdidos y muertos todos. Y milagrosamente Nuestro Señor nos libró y llevó en salvo a Tlaxcala, a donde, si los halláramos de guerra, según íbamos cansados y heridos, no se escapara ninguno de nosotros; pero ellos como buenos guardaron la paz y amistad que a los principios asentaron con el marqués, y nos recibieron bien y con mucho amor, habiendo lástima de ver cuáles íbamos, y nos socorrieron con comida y con lo que habíamos menester.
En Tlaxcala estuvimos algunos días, curándonos los heridos y reformándonos de la flaqueza y trabajos pasados, y dende allí imbió el marqués mensajeros a la Villa Rica de la Veracruz, para que trajesen alguna gente y caballos y munición de lo que hobiese, lo cual se trajo; y como el Marqués no vía la hora que tornar a comenzar la guerra y le parecía que cada día se le hacía un año, según estaba lastimado de lo pasado, mandó aparejar la gente y tornó a confirmar los de Tlaxcala en su amistad, los cuales le prometieron ser buenos amigos y fieles y de le dar gran ayuda de gente, para tornar hacer la guerra a los de Cholula; y ansí determinó de salir, con los españoles y caballos que tenía, y con la gente de guerra que le dieron los de Tlaxcala, que serían más de tres mil hombres, y acordó de entrar por los pueblos sujetos a la provincia de Tepeaca, a donde llegados, los hallamos tan a propósito y en tanta cantidad de gente, que nos dieron muchos días bien que hacer. En fin, que llegamos a un pueblo principal de la provincia, que se dice Acacingo, donde asentamos real y de allí corrimos la ciudad de Tepeaca y toda la provincia, y les hicimos de tal manera la guerra, que les hicimos que se arrepintiesen de lo pasado y pidiesen la paz, la cual se aceptó con las condiciones que el marqués les puso.
En esta sazón vino una pestilencia de sarampión, y vínoles tan recia y tan cruel, que creo murió más de la cuarta parte de la gente de indios que había en toda la tierra, la cual muy mucho nos ayudó para hacer la guerra y fue causa que mucho más presto se acabase, porque, como he dicho, en esta pestilencia murió gran cantidad de hombres y gente de guerra y muchos señores y capitanes y valientes hombres, con los cuales habíamos de pelear y tenerlos por enemigos; y milagrosamente Nuestro Señor los mató y nos los quitó delante.
Después se conquistaron las provincias y pueblos de Tecamachalco y Quechula y Tehuacán, Zapotitlán y Estecala y Cholula, Guaquechula y Mitlán, Nepatlán de Tepeje o Chiautla y otros infinitos pueblos, que vinieron de paz; y si particularmente se hubieran de poner todas las cosas que pasaron, sería nunca acabar.
Y en este mismo tiempo se despacharon procuradores a Castilla y a la isla Española, que fueron Alonso de Ávila y Diego de Ordaz y Alonso de Meza, y los despachos que llevaron hicimos Alonso de Grado e yo. En esta sazón también, había mandado el marqués cortar mucha madera de encina en los montes de Tlaxcala, para llevar la madera a Tezcuco y hacer allí bergantines, para entrar por la laguna en México. Y apaciguadas todas las dichas provincias y pueblos, y estando sujeta gran parte de la tierra, porque, de miedo de la guerra, muchos vinieron a pedir paz y a ver lo que les mandaban, y si les pedían gente de guerra la daban para ir contra los rebeldes. Y el marqués acordó de ir sobre México, o irse a Tezcuco, para allí hacer los dichos bergantines; y ansí lo puso por obra; y en todas las dichas guerras yo serví con mi persona y caballo y algunos criados, algunas veces tiniendo cargo de gente de a caballo. Y en esta sazón, el marqués acordó que uno de los oficiales del rey fuese a la Villa Rica vieja, porque habían venido ciertos navíos, y que parasen que no había casa a dónde descargar lo que traían, y para que se hiciese memoria de las mercaderías y cosas que traían, para que su majestad fuese servido que le pagasen derechos dellas, si tuviese relación por donde se les pidiese y los mercaderes se obligasen, mandándolo su majestad de las pagar; y también, para que ciertos pueblos, que estaban alzados en la comarca de la Villa Rica y habían muerto a Hernán Martínez su capitán, y más de veinte españoles iban a buscar de comer para los del pueblo, para asegurarlos y ponerlos de paz, porque los del pueblo tenían temor dellos; y para otras cosas. En fin, que por suerte, y porque ansí lo mandó y quiso el marqués, yo hube de ir y me hizo dejar un caballo harto bueno, que yo tenía, que no valía poco en aquella ocasión, diciendo que los navíos habían traído caballos y me proveerían de otro. Por cumplir el mandado del capitán, yo fui, aunque contra mi voluntad y no sin peligro, porque cerca del camino había muchos pueblos alzados; y llegado a la Villa Rica, hice todas las cosas a que iba, lo mejor que pude, y despaché los navíos; y acabados de despachar, me volví. Y hallé al marqués y toda la gente en México, que traían la guerra de la ciudad en buenos términos y los tenían arrinconados a una parte de la ciudad, los españoles a los indios; y dende a pocos días, se prendió el señor y fueron desbaratados los indios.
Luego el marqués se pasó a Cuyoacán, dejando gente de guarda en la ciudad y en los bergantines, a donde se recogió el despojo en Cuyoacán y riquezas de oro y plata, que se hubieron; y se platicó en lo enviar a su majestad, lo cual con mucha más cantidad, que después se recogió, ansí se hizo.
Estando allí, acordó el marqués de imbiar personas principales, que fuesen con alguna poca de gente a visitar las provincias, y ver cómo estaban, si estaban de paz o de guerra, para que los apercibiesen y estuviesen a su majestad, y para apercibirlos dejasen sus ídolos y la creencia que tenían y tuviesen nuestra fe y creencia, y para saber la cantidad de las provincias y pueblos, y también para recoger algún oro, para con los demás que se había habido en la guerra, se embiase a su majestad. Y de pocos que fueron señalados del dicho capitán para este cargo, yo fui uno dellos. Y fui con algunos compañeros, que fueron conmigo, y visité muchas provincias y pueblos, cumpliendo lo que por el marqués me fue mandado, haciendo muy bien hecho lo que llevaba a cargo, persuadiendo a los de las dichas provincias y pueblos fuesen cristianos y dejasen los ídolos y perseverasen en el servicio de su majestad y en la amistad de los españoles; e hice copia de la cantidad de los vecinos de cada pueblo, en lo cual trabajé mucho.
Después, así como factor de su majestad y regidor, fui en que se embiasen procuradores a su majestad, y se le llevase todo el oro y plata y riquezas que se habían habido en la guerra y recogido en las visitaciones, lo cual ansí se hizo. Y como oficial de su majestad, juntamente con el marqués y los otros oficiales, escribimos a su majestad de todo lo pasado en la tierra, y en los términos que quedaba, suplicando algunas cosas que convenían a su servicio, para el bien de la tierra. Y fueron con el dicho servicio y presente y relaciones Alonso de Ávila y Quiñones, lo cual, por nuestros pecados y desdicha, tomaron los franceses y los prendieron a ellos.
Después, el dicho marqués acordó que fundásemos una ciudad, y pareció a él y a todas las personas principales de su compañía que se fundase en el medio y corazón de México, y ansí se hizo; y como oficial y regidor del rey, ayudé a trazar y ordenar, y fui de los primeros que hicieron casa en México, después que se ordenó y trazó. Después de esto y en este medio tiempo, viendo el marqués que muchas provincias y pueblos hacia la costa de la mar del norte, en especial las provincias de Pánuco y el Tamoin y otros pueblos, estaban alzados y rebelados y no habían querido dar la obediencia a su majestad, acordó de ir a los conquistar y pacificar, y entre los que fueron con él, yo fui por capitán de gente de a caballo y gasté mucho para el dicho viaje, porque los clavos y herraduras valían a peso de plata y valía un caballo mil pesos. En el dicho viaje tuvimos muchas guerras y apaciguamos y conquistamos muchas provincias y pueblos y pasamos muchos y grandes trabajos, e yo serví mucho, siendo siempre capitán de gente de a caballo, y muchas veces fui a hacer entradas y llevaba cargo de gente de a caballo y de a pie.
Acabadas de conquistar y pacificar las dichas provincias, se rebelaron los pueblos de Huchitepec y Totonilco y Oainatla, y otros a ellos comarcanos, que estando de paz y teniendo dada la obediencia a su majestad y al marqués en su nombre, se alzaron y comenzaron hacer guerra, estando el marqués en las provincias de Pánuco, a las que yo fui por capitán de gente de a caballo, en la cual pasamos muchos peligros y trabajos hasta que los conquistamos y pacificamos, que, por ser la tierra muy áspera de sierras, padecimos muchos trabajos y peligros. Y en la dicha guerra yo gasté y perdí mucho, porque un día nos aguardaron los enemigos en un paso y nos dieron en la retaguarda, y nos hicieron mucho daño, y a mí me tomaron allí oro y plata y vestidos y otras cosas, que valía más de dos mil pesos, y a otros mataron y se les murieron muchos caballos. Y de aquí volvimos a donde estaba el marqués, en los pueblos de Tuzapa, y fue por la costa hasta la Villarrica vieja, y de allí vino a esta ciudad de Temistitlán México, y a mí y a Rodrigo Álvarez Chico, veedor, nos imbió desde el pueblo de Tonatico, y mandó que nos viniésemos y hiciésemos pasar el pueblo y gente que habíamos dejado en Cuyoacán, que todavía se estaban allí, y para que se herrasen por esclavos y se vendiesen algunos indios, que se habían tomado en las dichas guerras de Guchitepeque y los demás pueblos, porque se habían rebelado; lo cual se hizo como el marqués lo mandó.
Después de lo dicho, volví otra vez a la dicha provincia de Pánuco, por mandado del dicho marqués, y otra mucha cantidad de gente, al tiempo que allí vino Francisco de Garay.
Después de lo dicho, habiéndose alzado los pueblos de Tecomastlavaca y Huantepeque y Gustlavaca y Quintepeque, y otros muchos pueblos comarcanos, y muerto 20 españoles y quemado cruces y salteado y corrido españoles que por sus tierras pasaban, el marqués les embió muchos mensajeros, mandándoles que viniesen a dar cuenta de las cosas que hacían y habían hecho, y por qué razón se habían alzado; y viniendo, que los oiría, y no viniendo, que procedería contra ellos y embiaría gente de guerra contra ellos. Ninguna cosa aprovecharon sus mandamientos ni requirimientos, que no quisieron venir, lo cual visto, antes que más cundiese y se encendiese con guerra aquella tierra, acordó de imbiar gente de a caballo y de a pie contra ellos, y a mí me señaló por capitán, para ir a la dicha jornada y hacer la guerra, si no quisiesen venir de paz. Y ansí fui con gente de a caballo y de a pie española, y mucha cantidad de gente de indios de esta ciudad y de otras comarcanas; y porque los hallamos rebeldes y con su porfía, y no quisieron aceptar ningún partido, les hicimos la guerra muchos días, hasta que prendimos su señor y otros principales, que habían sido la principal causa del alzamiento; e hice justicia dellos, y también otros muchos fueron castigados, sin les quitar las vidas, por lo cual todos los demás vinieron de paz, la cual se les otorgó, amonestándoles que fuesen buenos y no se alzasen otra vez, porque, si se alzaban, había de volver y no dejar hombre vivo; y ansí quedaron castigados y seguros y asentados en sus pueblos, y todos los de la comarca avisados y escarmentados para no hacer lo semejante; en todo lo cual, yo serví a su majestad con hartos trabajos y peligros y muchos gastos que hice en esta jornada.
Después de lo dicho, fui señalado y nombrado y persuadido dos veces, por esta ciudad y por todas las ciudades y villas de toda la tierra, para que fuese a España por procurador general de todas, la una vez el año de mil y quinientos y veinte y nueve; y en ambos viajes, dieron al través en diversas tierras los navíos en que iba; se perdieron e hicieron pedazos, y una vez salí y me escapé a nado y se ahogaron treinta y cinco personas, poco más o menos, y ambas veces, perdí todo lo más que llevaba, aunque por los dichos naufragios y pérdida no dejé de seguir mi camino, para que se efectuase lo que llevaba a cargo.
Y ambas veces, llegué y estuve en corte el tiempo necesario, e hice relación a su majestad de las cosas de estas partes, y le supliqué mandase proveer las cosas que eran necesarias, para las asentar conforme a las instrucciones y capítulos que llevaba. Y la primera vez, negocié que viniese Audiencia y que se hiciese el repartimiento por petición, lo cual ansí su majestad lo proveyó a mi suplicación; y los primeros oidores trajeron el repartimiento, como parecía por las instrucciones y provisiones que trajeron los dichos oidores, y ambas veces trabajé todo lo posible para que se hiciese y despachase y proveyese lo que combenía a servicio de Dios Nuestro Señor y su majestad y al bien de todo este reino y república. Y aunque ambas veces, me ofrecieron salarios y prometieron gran paga, después, por no tener propios ni posibilidad para ello, me dieron como hasta mil pesos que todo lo demás, que fue harta cantidad, puse de mi hacienda.
Ítem. Ha 22 años que soy regidor de esta ciudad, proveído por su majestad el primero y más antiguo regidor en ella y en el dicho oficio y cargo, en las cosas que se han ofrecido al servicio de su majestad, siempre he estado muy aparejado y delantado para que se hiciesen y proveyesen, y ansí mismo lo que convenía al bien de la república.
Ítem. Siempre, desde que el marqués vino a esta tierra, tuve casa y gastos con criados y personas que llegaban a mi compañía, en los tiempos de las guerras; y muy mejor la he tenido, después que esta ciudad se pobló por los españoles. Y siempre he tenido muchos criados y cantidad de caballos y armas de todas maneras, estando apercibido para, si los naturales se alzasen o si el gobernador o oidores me mendasen, ir a servir alguna parte. Soy casado diez y siete años ha; tengo una hija casada con Ginés de Mercado, hombre hidalgo y hombre honrado, los cuales tienen tres hijas y un hijo.
Ítem. Traje tres sobrinas de Castilla y las casé con hombres de los honrados de esta ciudad, a las cuales yo di lo que tenían; y tienen muchos hijos e hijas, conque se puebla la tierra, y he casado otros criados que están en esta ciudad, todo lo cual sin el favor de vuestra señoría, vale poco y es un poco de aire, y por tanto, suplico use conmigo de su acostumbrada clemencia y benignidad.
Los indios que he tenido y tengo, son la cuarta parte de Tlapa, que vale, lo que dan, seiscientos pesos, poco más o menos, tuve la mitad, que me dio la Audiencia, primero la otra cuarta parte y, porque su majestad dio por ninguno lo que dieron, habiendo informado a su majestad que lo habían dado a sus criados y amigos y parientes, lo mandó quitar, sin ser yo criado ni pariente, con sola una cuarta parte y quitada la otra.
Tengo el pueblo de Churubusco que, todo cuanto da, valdrá ciento y sesenta pesos de minas, muy poco más o menos.
Tengo el pueblo de Cuametitlán, que está tasado en diez y seis cargas de ropa, cada ochenta días, y cierta sementera y otras menudencias; pero sepa vuestra señoría que son tan pocos y tan miserables, que si un año sólo lo hobiesen de cumplir, se irían y despoblarían todos y, entendiendo yo esto y por sobrellevarles, les comité (¿perdoné?) la ropa porque me diesen ochenta hombres de servicio en las minas de Ayoteco, que están dentro en sus casas y nunca lo cumplen ni la mitad; y otro día diez, y ansí siempre hacen grandes faltas, y si no disimulase y pasase con ellos, se despoblarían y no habría quien me sirviese en ninguna cosa.

El doctor Pedro Vázquez de Oropesa fue natural de Torralba, cerca de la villa de Oropesa, de donde resultó tomar el apellido de Oropesa, aunque los suyos eran Vázquez y Contreras. Fue colegial del Colegio Mayor de San Bartolomé en Salamanca, donde tomó la beca el año de cuatrocientos y setenta y dos, y de allí salió para el Consejo Real de Castilla, en tiempo de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel. Embiole la reina la provisión de unos préstamos y no los quiso, ni otro beneficio eclesiástico; ofreciole el Arzobispado de Toledo y tampoco lo quiso aceptar, aunque estuvo quince días porfiándole sobre ello. Retirose a Torralba, y allí era muy visitado de todo género de gentes; y pasando por allí el emperador Carlos Quinto, le renunció la mitad de los gajes que le daban, diciendo le bastaba la otra mitad, pues no servía. Murió en el dicho lugar de Torralba y mandó hacer un hospital de sus bienes y tres capellanías por su alma y por los reyes; esto refiere el doctor Pedro de Salazar y de Mendoza, canónigo penitenciario de la santa Iglesia de Toledo, en la crónica que hizo del gran cardenal de España, don Pedro González de Mendoza, arzobispo de Toledo, impresa en la misma ciudad de Toledo, año de mil y seiscientos y veinticinco, en el Libro segundo, Capítulo sesenta y cinco, en el folio cuatrocientos y quince y dieciséis. (Rúbrica.)